CIUDAD DE MÉXICO — Cuando uno escucha al gobierno estadounidense de Donald Trump hablar sobre los migrantes que ha deportado a México, se podría pensar que todos eran criminales y lastres potenciales para la economía y el sistema de asistencia social de Estados Unidos, sin ningún interés en participar en lo que se solía llamar el “sueño americano”.
De hecho, nada de eso es cierto. Lo sabemos porque las dos hemos platicado con cientos de migrantes deportados.
Las últimas semanas estuvimos en México para empezar un proyecto de historias orales con el fin de documentar la experiencia de los migrantes. Durante tres semanas, nuestro equipo sondeó y entrevistó a más de doscientos migrantes mexicanos que habían regresado a ese país; la mayoría como deportados. Algunos fueron capturados en retenes. A otros los apresaron después de detenerlos por pasarse un semáforo en rojo o por exceso de velocidad. Los mantuvieron en cárceles municipales y centros de detención estadounidenses antes de enviarlos a México. Muchos habían residido en Estados Unidos casi toda la vida.
Sin embargo, a pesar de esa experiencia, cuando les preguntamos qué extrañaban de Estados Unidos, sus respuestas fueron automáticas: “Todo. Me siento estadounidense”, nos dijeron una y otra vez. ¿Y por qué no sería así? Crecieron como nuestros vecinos. Fueron a las escuelas y a las fiestas de cumpleaños de nuestros hijos. Asistieron a nuestras iglesias, jugaron en nuestros equipos deportivos. Cuando iban en el bachillerato, trabajaron en McDonald’s, como muchos de nosotros.
No obstante, la vida siempre fue un poco más complicada para ellos. En algunas ocasiones, enfrentaron discriminación. Sus padres tenían varios trabajos; muchos los hacían los siete días de la semana. Salían de sus casas antes de que se despertaran sus hijos y regresaban mucho después de que se habían quedado dormidos. Los niños de apenas 8 años tenían a cargo el peso de cuidar a sus hermanos más pequeños. Comenzaron a trabajar en cuanto entraron al bachillerato. Sin embargo, su estatus como “ilegales” limitaba sus oportunidades laborales, tampoco podían obtener una licencia para conducir y la universidad era una posibilidad remota. Algunos se metieron en los mismos problemas que quienes nacieron en Estados Unidos, pero la mayoría trabajó arduamente para mantener a flote a sus familias.
Sin embargo, el sueño americano era todo para ellos. Con un optimismo que casi no se escucha entre los nacidos en Estados Unidos, describieron al país como un lugar donde era posible tener éxito. Ya fuera que vivieran en una gran ciudad o en un pueblo pequeño, en un estado republicano o en uno demócrata, recordaban de forma casi unánime una sociedad estadounidense genuina, abierta, diversa y tolerante.
Un hombre rompió en llanto al recordar a su amigo de la infancia, Matthew, con quien jugaba béisbol, nadaba en la piscina del vecindario y compartía tacos y macarrones con queso. Otro extrañaba pescar en hielo en los lagos congelados de Minnesota y utilizar motonieves adaptadas con taladros especiales que él ayudó a ensamblar cuando trabajó en una fábrica de fibra de vidrio. Compartió otra anécdota sobre sus amistades: desde la primera vez que preparó guacamole para sus amigos, ellos insistían en comer en su casa. “Teníamos un acuerdo: ellos llevaban los aguacates” y él preparaba el platillo.
Una joven recordó que le aterrorizaba que sus amigos descubrieran su estatus migratorio ilegal. Cuando por fin encontró el valor para decirles, le explicaron que no les importaba nada, y de broma la apodaron la “Extranjera”.
Cada uno de los deportados pone énfasis en la bondad de los estadounidenses comunes y corrientes que les tendieron la mano. Los jefes que les dieron una oportunidad, apreciaron su trabajo arduo y los guiaron para que tuvieran éxito. Los maestros cuyos nombres tienen grabados en la memoria: el señor McDonald, la señora Wilson, la señorita Annie… Todos hicieron más que lo que era su obligación para ayudarlos a superarse en la escuela. Los entrenadores que hicieron posible que entraran a jugar en un club de futbol o en equipos infantiles de futbol americano al cubrir sus cuotas de inscripción y comprarles los uniformes que sus padres no podían costear. Un joven lloró al acordarse del infante de marina que le ayudó a encontrar su camino cuando era un adolescente atribulado.
De vuelta en México, estos migrantes luchan con desesperación para encontrar su lugar en un país extraño. Una joven que regresó de Fort Myers, Florida, dijo: “Ni siquiera sabía cómo era la tierra en México ni si el sol brillaba”.
Quienes regresan son conspicuos. Se visten diferente, piensan distinto, hablan mal en español y sueñan en inglés. Extrañan la vida diaria en Estados Unidos y sus acontecimientos especiales. Anhelan la comida con la que crecieron: recitan los nombres de todas las cadenas de restaurantes estadounidenses habidos y por haber; varios incluso insisten en que los tacos de México no les saben tan bien como los de Taco Bell. Son aficionados del futbol americano en vez del futbol. Un puñado confiesa que no siguió la Copa del Mundo porque Estados Unidos no calificó.
Todavía pueden recitar con orgullo el Juramento de Lealtad y cantar el himno nacional estadounidense. Les encantaba conmemorar los feriados estadounidenses y varios aún lo hacen en México. En el Día de Acción de Gracias, expresaron su gratitud por las oportunidades que les brindó Estados Unidos. El 4 de julio, celebraron un país donde “todo el mundo alaba los éxitos de los demás”.
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